Puerto.

El hombre de la camisa negra está solo.
Apoyado en un enorme cajón, se ve como esculpido en el aire salado que lo envuelve.
Es lo único inmóvil en el calidoscopio del puerto enfebrecido.
Sus ojos fijos como piedras duras, parecen amarrados a un sueño siempre vivo. Y mientras él sueña su sueño, yo lo pienso.
Siento que el barco anclado lo fascina como un umbral abierto a las lunas nuevas y lo impulsa a pesar que la aventura habita en la otra orilla.
Quizás él imagina que si zarpara, los grises eslabones que forman la cadena que lo ciñe a sus días incoloros, barrenarían el agua hasta tocar su fondo, desprendidos de su alma como peces.
Tal vez no mira el barco, sino el agua, con su pupila obsesa y desvelada, tratando de violar el infinito y arrancarle su clave indescifrable.
Quizás el hombre de la camisa negra quiera escapar a angustias heredadas y mire enajenado el mar que puede disolver sus ataduras y devolverlo libre y sin memoria.
Tal vez no tenga angustias heredadas y el mar sólo le atraiga como un antiguo cofre guardador de naufragios y de mitos.
Tal vez descree del mar y su misterio y el agua es sólo agua para él y la magia y el mito no lo tocan.
Quizás el hombre de la camisa negra es ciego, por eso la obstinada fijeza de sus ojos y no sueña con partir en mi barco porque no lo ve y ahora está mirando otro mar invisible que vive dentro de sus ojos muertos.
Quizás no mira nada. Quizás no sueña nada.
Quizás hace tiempo que no está en ese puerto apoyado en ese cajón que nunca estuvo.
De todos modos, mientras el barco enfila suavemente su proa hacia un camino de aguas y de estrellas, alzo mi mano lenta y saludo al hombre que quizás no esté.

María Esther Mirad.